Stamatina Gregory es la Whitney Lauder Fellow en el Institute for Contemporary Art en Fildadelfia y es además curadora independiente.
Stamatina Gregory is a Whitney Lauder Fellow at the Institute for Contemporary Art in Philadelphia and an independent curator.
por Stamatina Gregory
La buena vida, tal como se la analiza en la Ética de Aristóteles, se ocupa tanto de la contemplación filosófica como de la práctica de las “virtudes éticas”, que involucran la participación en la vida y los asuntos de la polis o ciudad-estado ateniense. En el tercer libro de su Política, Aristóteles detalla la posible participación de los ciudadanos en estos asuntos: tomar parte en asambleas deliberativas, ocupar posiciones rotativas dentro del gobierno, tener cierta participación en la administración de justicia. Sus crónicas reflejan una concepción de la política como parte integral de la vida social, en lugar de la esfera separada y distinta de la actividad social (tal como la economía, la religión o la estética) a la que se ve relegada hoy en día; hasta el verbo que corresponde a “ser un ciudadano” es sinónimo de “manejar activamente los asuntos de la ciudad.”1 Aunque el “estado” de ciudadanía excluía a amplias franjas de la población, tales como las mujeres, los extranjeros y los esclavos, la estructura de la polis griega promedio requería un compromiso individual con la participación cívica que sobrepasa en mucho el que se espera del ciudadano promedio de las naciones modernas.2
Esta concepción clásica de la democracia es algo que la filósofa Hannah Arendt buscó recuperar en La condición humana (1958), encontrando en la antigüedad griega y romana un extenso privilegiar de la vida y la acción política que sentía se había perdido en el mundo moderno. Su obra critica la trayectoria de la filosofía política tradicional de occidente como empresa autónoma que se considera a sí misma por encima y separada del mundo de la acción humana práctica, y puede interpretarse como una afirmación de que una filosofía y una vida de esfuerzos, trabajo y acción – la vida activa – debe formar la base de la participación democrática.3
Para Arendt, la acción está constituida principalmente por el discurso público y es el medio por el cual los individuos revelan sus identidades distintivas, se encuentran mutuamente como miembros de una comunidad y ejercitan su capacidad como agentes.4 Presenta a la polis ateniense como modelo para este espacio activo y esencial de revelación y discurso comunicativo.5 Este espacio conceptual para el discurso y la acción, tal como lo define Arendt, así como los atributos formales de los espacios democráticos de la antigüedad, son evocados en La buena vida, de Carlos Motta.
Desde el 2005, Motta ha viajado por Latinoamérica grabando en video más de 300 entrevistas a ciudadanos en las calles de doce ciudades, en las cuales les hace preguntas sobre su percepción individual con respecto a la política exterior estadounidense, la democracia, el liderazgo y la inequidad social. Estos diálogos forman la base del proyecto en el que Motta se embarcó originalmente con la intención de formar una especie de archivo público de opiniones sobre estos temas. Oriundo de Bogotá, Colombia, estaba interesado en saber cómo se percibía en todo el continente al intervencionismo de Estados Unidos, así como en la posibilidad de comprender el rol de estos acontecimientos en el desarrollo de sus propias percepciones en cuanto a lo que significa ser un ciudadano, o un sujeto actuante en una sociedad. Basando su itinerario en ciudades que habían sido influenciadas por circunstancias históricas específicas (revoluciones fallidas, golpes militares y reformas económicas), Motta, junto con asistentes locales, seleccionó en cada ciudad una variedad de personas con las cuales hablar. Sus diálogos con estudiantes, maestros, activistas, trabajadores, etc., dieron por resultado un espectro muy variado de opinión, que fluctuaba de acuerdo con las situaciones y las formas de gobierno locales. En Santiago, muchas respuestas tocan o giran alrededor del tema del derrocamiento de Salvador Allende a manos de un golpe militar; en Buenos Aires, de las más recientes imposiciones económicas del FMI. Los diálogos exploran los paisajes políticos y sociales de cada ciudad y de las vidas de los sujetos, descubriendo narrativas personales y revelando la magnitud de la memoria colectiva. Cada uno de los diálogos, que ocasionalmente involucran pequeños grupos de personas, tiene lugar al aire libre, en parques, plazas o veredas, transformando el espacio público en este espacio de acción a través de la revelación pública.
Los espectadores se encuentran con estas entrevistas bajo la forma de video instalaciones de nueve canales. Los monitores están montados sobre una estructura de madera compuesta de cuatro partes dispuestas en dos hileras superpuestas que constituyen una referencia formal abstracta al Priene, el teatro y el espacio general del ágora ateniense, donde los ciudadanos no sólo podían comprar y vender mercaderías sino que también estaban autorizados a celebrar reuniones, debatir y participar en decisiones legislativas y judiciales. La posición de los monitores sobre la estructura les permite funcionar metafóricamente como sujetos hablantes –ciudadanos – en el espacio, dirigiendo sus comentarios a un foro más amplio. En una evocación ulterior del espacio de revelación pública de Arendt (y el conjunto de su pensamiento sobre la vita activa, que se volvió cada vez más importante para Motta en el curso del proyecto), la estructura también crea un espacio donde los espectadores pueden sentarse, ubicándolos así físicamente entre esos sujetos hablantes.
Las paredes que rodean a la estructura son el soporte de una instalación que comprende más de 500 cuadros fijos de video, impresos como instantáneas de 5 x 7 pulgadas. Las imágenes están agrupadas geográfica y cronológicamente; al igual que en los videos, no están catalogadas (aunque la imagen de la bandera del país en cuestión preceda a cada grupo). Ordenadas temáticamente, las fotografías de las tomas fijas examinan aspectos selectos de la vida y la cultura visual en cada ciudad; la senda de un penitente religioso, las estaciones públicas de la cruz, declaraciones políticas incluidas en graffiti, monumentos a revoluciones fallidas. Como fotografías, contienen la implicación del rastro indexado, rodeando simbólicamente el “espacio para hablar” de la estructura y situándola dentro del paisaje físico creado por políticas intervencionistas y sus secuelas. Atravesando el espacio se encuentra una publicación tipo periódico en la que los artistas Ashley Hunt, Naeem Mohaiemen y Oliver Ressler, así como la teorizadora política María Mercedes Gómez presentan ensayos breves en respuesta a la pregunta ´¿Qué es la democracia para usted?´ desde perspectivas radicalmente diferentes y utilizando diferentes enfoques. Tanto la utilización del video como la inclusión de este “periódico” hacen referencia a los medios masivos de comunicación, que actualmente detentan las asociaciones más fuertes con la idea del discurso público en la sociedad occidental.
La Buena Vida toma un enfoque en apariencia francamente documental del proceso de la entrevista y hace una referencia abierta a los espacios democráticos de la antigüedad. Ninguna de las dos estrategias, no obstante, es presentada como libre de problemas. La estructura formal de los videos enfatiza la focalización sobre los sujetos hablantes mismos. A diferencia de muchos trabajos documentales que se enfocan en la interacción entre la actuación del entrevistador o el cineasta y la de sus sujetos (al estilo de Michael Moore), Motta mantiene la cámara enfocada en las personas con las que habla y su presencia se limita a sus preguntas, que son leídas y escuchadas. Esto no constituye un esfuerzo por borrar el rol del entrevistador o el artista; el método funciona más bien como un reconocimiento de la importancia crítica del habla como acción y como una forma de hacer que los diálogos funcionen simbólicamente como abiertos y públicos.
En forma muy similar a la recuperación del paradigma griego que hace Arendt, el proyecto reconoce el precedente singularmente poderoso y originario, aunque claramente imperfecto, para teorizar sobre un nuevo modelo político, un modelo que debe encarar una reevaluación crítica del significado de la palabra “ciudadano”. El modelo de la antigüedad es criticado en una cantidad de niveles y un aspecto del problema contemporáneo de la ciudadanía es encarado en forma directa por Ashley Hunt en el periódico. En su ensayo “Argucias de la Lógica y Constelaciones de Tiempo”, el autor examina la relación del sistema carcelario y la privación sistemática del derecho al voto y el control racial. Como institución que ha permitido a los legisladores no sólo privar a algunos individuos de sus derechos como ciudadanos sino también inhabilitar bloques específicos de votantes e interferir en la identificación política colectiva, identifica a la cárcel como un instrumento del Estado, uno que se encuentra en oposición directa a la democracia.
La forma en que Motta complica el modelo que se origina en la antigüedad también se hace evidente a través de los atributos formales del proyecto. La estructura de soporte fue construida en círculo, rodeando un punto central definido y ensamblándose para representar una réplica abstracta, compactada, del Priene. Sin embargo, en esta instalación, la estructura está dividida en cuatro partes, desparramadas a través del espacio expositivo de un modo que subraya su fragmentación pero que aún permite una proximidad e intimidad entre las piezas. Este ordenamiento parece reconocer la naturaleza fundamentalmente dividida y objetada que subyace en el fondo tanto del modelo clásico de democracia que el proyecto evoca formalmente como de los modelos democráticos y realidades políticas de nuestro mundo moderno que describen los sujetos en los videos. Además, brinda una declaración acerca de la naturaleza escindida y polémica del término “democracia” mismo; una compleja multiplicidad de ideas sobre las cuales la teoría política, los movimientos sociales y las prácticas culturales mantienen su propio conjunto de debates.
Entre la plétora de distintas opiniones y conceptos referidos a la democracia que se presentan en La Buena Vida, una opinión en particular se repite y tiene repercusión: la que sostiene que la democracia debe necesariamente significar más que un voto único y ocasional sobre uno u otro modo de ver un problema predeterminado, o un voto por uno de entre un conjunto de candidatos políticos preseleccionados. Un historiador caraqueño señala que los recientes esfuerzos llevados a cabo en Venezuela para integrar al ciudadano común en los procesos de toma de decisiones por medio de consejos comunitarios califican a ese país como una democracia. Una octogenaria residente en Buenos Aires declara que, a su edad, aún no ha “vivido en una democracia plena”, mientras que un abogado de la ciudad de Guatemala repudia absolutamente la aplicación del término a cualquier país que se limite a llevar a cabo procesos electorales. Al escuchar sus declaraciones, se hace evidente que los conocidos argumentos de Arendt en contra de la democracia representativa encuentran un eco popular. Para Arendt, la cesión de la deliberación y del diario accionar a un reducido número de personas que detentan el poder destruye el “espacio de aparición” en el que las personas pueden realizarse como ciudadanos plenos, alejándolos a la larga de su propio mundo político.6 La recuperación de este espacio ocupa, claramente, un imaginario político más amplio.
La filósofa especializada en política Chantal Mouffe también ha escrito exhaustivamente acerca de la inviabilidad de un modelo de democracia representativa totalmente emancipada y del fracaso inevitable de la idea del consenso racional en la toma de decisiones a la que se encuentra ligada. Describe la falla inherente a ambos conceptos, dado que provienen del concepto universalizador del individualismo liberal, un punto de vista hegemónico que se ha expandido con la marea de la globalización y que desmantela efectivamente las posibilidades de acción e identificación colectivas.7 La idea del consenso racional – las presunciones sobre la capacidad o la conveniencia de que personas alejadas del proceso político alcancen individualmente acuerdos colectivos sobre cuestiones predeterminadas – fracasa en última instancia cuando se trata de reconocer dimensiones de poder, divisiones sociales y pluralidades de intereses y demandas en permanente cambio. Mouffe señala el decreciente reconocimiento de estas pluralidades, particularmente las que siguieron a los recientes intentos de desplazar el discurso político hacia polos morales en lugar de partidarios (véase el clamor crecientemente popular por la creación de coaliciones “bipartidarias” para encarar las cuestiones económicas en el gobierno de Estados Unidos, junto con la ahora omnipresente retórica sobre el “mal” y “el enemigo”).
Mouffe argumenta que los ciudadanos tienen necesidad de poder identificarse con un espectro diferenciado de identidades políticas democráticas. Este espectro debe extenderse más allá de una interpretación liberal tradicional del pluralismo, que da por sentado que un número infinito de voces y valores no puede jamás ser adoptado en forma práctica y por lo tanto debe existir armoniosamente bajo el espíritu del individualismo.8 Propone que, en lugar de un consenso racional, precisamos un consenso de conflicto. Con este fin, postula un modelo que denomina “pluralismo agonístico”, que incorpora esta conciencia de las exclusiones y luchas de poder inherentes a la sociedad e integra estas dinámicas cambiantes y las identidades que crean, dentro de un proceso de toma de decisiones.9
El proyecto multivalente de Motta sugiere ese modelo democrático. Presenta una multiplicidad de voces, pero también demuestra cómo esas voces se fusionan en identificaciones colectivas; de nación, de clase y de roles sociales y familiares (como el grupo argentino activista de las Madres de Plaza de Mayo). Al tomar como punto de partida un análisis del paisaje político y social modelado por las políticas de intervención, subraya el hecho de que es el conflicto el que configura inevitablemente estas identidades y todas las identidades políticas.
Al mismo tiempo, el proyecto también hace mención a la naturaleza profundamente afectiva de lo político. Ya sea que se manifieste como una vida entera de activismo laboral, devoción religiosa, nihilismo a la moda, o adhesión radical a un mito nacionalista, la identificación (o des-identificación) política es, en última instancia, un proceso emocional que cualquier modelo democrático debe tener en cuenta.10 Aunque es un tema de teoría política de alto nivel, el rol del afecto no se le escapa al ciudadano común: como lo afirma claramente un entrevistado en Tegucigalpa, “Para que haya democracia, debe haber amor”. Al atraernos con su poder emocional, la multitud de narraciones en La Buena Vida, muchas de ellas patéticas (como el relato de la exterminación masiva de perros vagabundos en Santiago) deja en claro ese poder. La delineación de esas narraciones y nuestra relación con ellas justifican la armonización democrática de múltiples posiciones y su (y nuestra) incorporación a un esfuerzo participativo continuo tanto para expresarnos como para comprender.
Traducido del Inglés por Cora Sueldo
by Stamatina Gregory
The good life, as examined in Aristotle’s Ethics, is engaged with both philosophical contemplation and with the practice of “ethical virtues,” which involve the participation in the life and affairs of the Athenian polis, or city-state. In the third book of his Politics, Aristotle details the possible involvement of citizens in these affairs: taking part in deliberative assemblies, holding rotating positions in government, and having a share in judicial office. His accounts reflect a conception of politics as an integral part of social life, instead of the separate and distinct sphere of social activity (such as economics, religion, or the aesthetic) it is relegated to today; even the verb in Greek for “to be a citizen” is synonymous with “to be active in managing the affairs of the city.”1 Although the “state” of citizenship excluded broad swaths of the population such as women, foreigners, and slaves, the structure of the average Greek polis required an individuals’ commitment to civic participation far outstripping what is expected of the average citizen in the modern nation state. 2
This classical conception of democracy is something which philosopher Hannah Arendt sought to recuperate in The Human Condition (1958), finding in Greek and Roman antiquity an extensive privileging of political life and political action which she felt had been lost in modernity. Her work critiques the trajectory of traditional Western political philosophy as an autonomous enterprise that holds itself above and apart from the world of practical human action, and can be read to assert that a philosophy and life of labor, work, and action—the vita activa—must form the basis of democratic participation.3
For Arendt, action primarily constitutes public speech, and is the means by which individuals come to reveal their distinctive identities, encounter one another as members of a community, and exercise their capacity for agency.4 She holds up the Athenian polis as the model for this active, essential space of disclosure and communicative speech.5 This conceptual space for speech and action as delineated by Arendt, as well as the formal attributes of the democratic spaces of antiquity, are evoked in Carlos Motta’s The Good Life.
Since 2005, Motta has traveled in Latin America, recording over 300 video interviews with civilians on the streets of twelve cities, asking questions about individuals’ perceptions of U.S. foreign policy, democracy, leadership, and social inequality. These dialogues form the basis of the project, which Motta originally initiated with the intention of forming a public archive of opinions on these subjects. Hailing from Bogotá, Colombia, Motta was interested in how U.S. interventionism was perceived across the continent, as well as in understanding the role of these events on his own perceptions of what it means to be a citizen, an acting subject in society. Basing his itinerary on cities that had been influenced by specific historical circumstances (sites of failed revolutions, military coups, and economic reforms), Motta, together with local assistants, sought out a range of individuals to speak with in each city. His dialogues with students, teachers, activists, laborers, etc. resulted in a spectrum of opinion which fluctuated according to local situations and forms of government. In Santiago, many responses touched on the overthrow of former Chilean president Salvador Allende in a military coup; in Buenos Aires, the recent economic impositions of the International Monetary Fund were a source of discussion. The dialogues explore the political and social landscapes of each city and the interview subjects’ lives, unearthing personal narratives and revealing a breadth of collective memory. Each dialogue take place outdoors, in parks, plazas or sidewalks, transforming public space into a space of action through public disclosure.
In a gallery-based installation at the Institute of Contemporary Art in Philadelphia in early 2008, viewers encountered these interviews as a nine-channel video installation. Monitors were mounted on a four-part, two-tiered wooden structure that was an abstracted reference to the Priene, the theater and general space of the Athenian agora, in which citizens not only bought and sold goods, but met, debated, and participated in legislative and judicial decisions. The position of the monitors on the structure allowed them to metaphorically function as speaking subjects—citizens—in the space, addressing their comments to a wider forum. In a further evocation of Arendt’s space of public disclosure (and her theorization of the vita activa, or “active life,” which became increasingly important to Motta over the course of the project) the structure also created a space for viewers to sit, physically placing them among the previously recorded speaking subjects.
The walls surrounding the structure featured an installation of over 500 video stills, printed as 5 by 7 inch snapshots. Images were grouped together geographically and chronologically; as in the videos, they were unlabeled (although an image of that country’s flag preceded each grouping). Thematically arranged, the stills examined select aspects of life and visual culture in each city; the path of a religious penitent, public stations of the cross for Catholic parades, graffitied political statements, and monuments to failed revolutions. As photographs, these images functioned as indexical traces of physical events created by interventionist policies and their aftermath, and symbolically surrounding the “speaking space” of the structure. Placed throughout the space was a newsprint publication, in which artists Ashley Hunt, Naeem Mohaiemen, and Oliver Ressler, and political theorist Maria Mercedes Gomez presented short essays in response to the question “What is democracy to you?” from different perspectives and using different approaches. Both the use of the video medium and the inclusion of this “newspaper” referred to mass media, which now is now closely associated with the idea of public speech in Western society.
The Good Life takes a seemingly straightforward documentary approach to the interview process, though it makes overt references to the democratic spaces of antiquity. Neither strategy, however, is presented as unproblematic. The formal structure of the videos underscores the centrality of the speaking subject. Unlike some documentary work which focuses on the performative interaction between the interviewer or filmmaker and their subjects (along the lines of Michael Moore), Motta keeps the camera on the people he is speaking with, and his presence limited to his questions being read and heard. This is not an effort to efface the role of the interviewer or artist; rather, it functions as an acknowledgment of the critical importance of speech as action, and as a way for the dialogues to symbolically function as open and public.
Much like Arendt’s recuperation of the Greek paradigm, the project acknowledges a singularly powerful, if clearly imperfect, precedent for the theorizing of a new political model, a model that must first undertake a critical reevaluation of the meaning of the word “citizen.” The model from antiquity is critiqued on a number of levels, and an aspect of the contemporary problem of citizenship is directly addressed in the newsprint publication by Ashley Hunt. In his essay “Tricks of Logic and Constellations of Time,” he examines the relationship of the prison system to systemic disenfranchisement and racial control. As an institution which has enabled lawmakers to not only strip individuals of their rights as citizens, but to also disable specific voting blocs and disrupt collective political identification, he identifies the prison as an instrument of the state, one which lies squarely in opposition to democracy.
Motta’s complication of the model provided by antiquity is also made clear through the exhibition’s formal attributes. The supportive structure was built in the round, around a distinct center point, fitting together into an abstracted, compacted replica of the Priene. However, in this installation, the structure is split into four parts, splayed across the exhibition space in a way that underscores its fragmentation, but which still allows for proximity and intimacy among the pieces. This arrangement seems to acknowledge the fundamental split between the classical model of democracy that the project formally evokes, and of the democratic models and political realities of our modern world, which the subjects in the videos describe. Moreover, it makes a statement about the contested nature of the term “democracy” itself; a complex multiplicity of ideas over which people in political theory, social movements, and cultural practices hold their own sets of debates.
Among the plethora of opinions on the concepts of democracy presented in The Good Life, one in particular recurs: the view that democracy necessarily means more than a single, occasional vote on a predetermined issue, or a vote for one of a set of pre-selected political candidates. A Caracas historian Motta interviews points out that the recent efforts in Venezuela to integrate ordinary citizens in decision making processes through community councils qualify that country as a democracy. An 80 year-old Buenos Aires woman declares that, despite her age, she has yet to have “lived in an ample democracy,” while a lawyer in Guatemala City disavows the term completely for any country limited to electoral processes. In listening to their statements, it becomes apparent to the viewer that Arendt’s well-known arguments against representative democracy have a popular echo. For Arendt, the relinquishing of day-to-day deliberation and action to a small number of holders of power destroys the “space of appearance” in which citizenship can be fully realized. 6 The recuperation of this space clearly occupies a wider political imaginary for Motta and his subjects.
Political philosopher Chantal Mouffe has written extensively about the impossibility of a wholly emancipated model of representative democracy, as well as the inevitable failure of the linked idea of rational consensus in decision-making. She describes how both these concepts are inherently flawed as they stem from the universalizing concept of liberal individualism, a hegemonic viewpoint that has only increased with the tide of globalization and that effectively dismantles possibilities for collective action.7 The idea of rational consensus—the assumption of collective agreement about a set of predetermined issues—ultimately fails to acknowledge the constantly shifting dimensions of power, social divisions and pluralities of interests and demands. Mouffe notes the way the rhetoric of consensus effaces discussion of these pluralities, particularly in the recent attempt to shift political discourse toward moral polarities instead of partisan ones (witness the increasingly popular calls for “bipartisan” coalitions to address economic issues in the US government, paired with now-ubiquitous rhetoric on “evil” and “the enemy”).
Mouffe argues that citizens need the possibility of identifying with a range of democratic political identities. This diversity of identities must extend beyond a traditional liberal interpretation of pluralism, which assumes that an infinite number of voices and values that can exist harmoniously under the spirit of individualism.8 She proposes that instead of rational consensus we need a consensus of conflict. To this end, she postulates a model that she calls “agonistic pluralism,” which incorporates an awareness of the exclusions and power struggles inherent in society, and integrates these shifting dynamics, and the identities they form, into decision-making processes.9
Motta’s multivalent project suggests such a democratic model. It presents both a multiplicity of voices, but also demonstrates how those voices coalesce into collective identifications; of nationhood, of class, of vocation, and of social and familial roles (such as the Argentinean activist group Mothers of Mayo he interviews?). By taking as its point of departure the examination of the political and social landscape created by policies of intervention, the project underscores the inevitable shaping of those identities, and of all political identities, by conflict.
The project also touches on the profoundly affective nature of the political. Whether manifested in a life of labor activism, religious devotion, hip nihilism, or radical adherence to nationalist myth, political identification (or dis-identification) is ultimately a process of emotion, which any democratic model must take into account.10 The role of affect is not lost on ordinary citizens: as an interviewee in Tegucigalpa clearly states, “For democracy, there must be love.” The multitude of narratives in The Good Life, many of them poignant (such as a tale of mass extermination of stray dogs in Santiago), draw us in with their emotional power, thereby make that power clear. The elaboration of these narratives makes the case for a democracy of multiple positions, and incorporates us into an ongoing, participatory effort to both speak and to understand.