Juan Gabriel Tokatlián es profesor de relaciones internacionales en la Universidad de San Andrés en Buenos Aires, Argentina.
Juan Gabriel Tokatlián is a professor of International Relations at the Universidad de San Andres in Buenos Aires, Argentina.
por Juan Gabriel Tokatlián
La democracia—la formal y la sustantiva, la representativa y la participativa, la procedimental y la material—no vive en la actualidad su mejor hora. La democratización, entendida como un proceso de expansión de derechos, no constituye un proceso homogéneo e inexorable. Fuerzas, factores y fenómenos contingentes pueden generar obstáculos y hasta provocar retrocesos. Quizás estemos ante una coyuntura en la cual el largo ciclo de ampliación y expansión democrática esté conociendo sus límites. En esencia, la democratización es un proceso social e histórico y, por lo tanto, su evolución no está predeterminada. Es posible la involución. En ese contexto, parece bueno recordar como en los setenta—y a partir de hechos y transformaciones ocurridas en los sesenta, en particular--se instaló la idea, en especial a través de la hoy poco recordada Comisión Trilateral, de que los países centrales del sistema internacional vivían un “exceso” de democracia que debía “moderarse” mediante diferentes políticas orientadas, entre otras, a desactivar manifestaciones críticas, obstruir cuestionamientos sistémicos, reducir la participación, limitar la democracia política y generar apatía social. El efecto de esta racionalidad en la periferia fue devastador: en aras de una presunta estabilidad, de contener proyectos de cambio y tergiversando reformismo con extremismo, se toleraron y auspiciaron regímenes despóticos que hicieron trizas todo intento o vestigio democrático.
Paralelamente, y con más énfasis durante la fase final de la Guerra Fría muchos sectores y actores de la comunidad internacional buscaron impulsar la protección de los derechos humanos y restringir la arbitrariedad de los gobiernos no democráticos. Se trataba de denunciar, y también sancionar, a los regímenes autoritarios y totalitarios por sus violaciones a los derechos fundamentales. Incluso en los casos en que esos regímenes confrontaban el desafío de movimientos armados, el mundo—en especial, varios gobiernos de los países desarrollados--buscaba que se los enfrentara bajo el imperio de la ley. Autoritarios y totalitarios eran escrutados para que no aplicaran políticas ilegítimas y violentas.
A partir del 11 de Septiembre de 2001 se ha producido un giro pues se ha instalado una atmósfera que tiende a brindar a las democracias una enorme discrecionalidad para recortar libertades y aplicar políticas coercitivas. En la delicada ecuación libertad-seguridad varias democracias han optado por sacrificar derechos fundamentales en aras de una mayor protección. Lo anterior tiene expresiones regionales distintivas y variaciones de acuerdo a las experiencias históricas de los países. En algunos casos, la retracción democrática remite a la “guerra contra el terrorismo” (por ejemplo, Estados Unidos), en otras a la dificultad de “disciplinar” la globalización (por ejemplo, Europa) y aún en otras a la concatenación de factores que condujeron en su momento a la implosión del Estado y a las formas autocráticas (por ejemplo, Rusia). Por otro lado, alguno de los modelos hoy alentados—por ejemplo, China--para ser emulados en términos socio-económicos se asienta en pilares y prácticas opacas, arbitrarias y anti-liberales. La ampliación de la inequidad y la vulneración del imperio de la ley—que adopta formas diferenciadas en el centro y la periferia—reflejan y refuerzan la debilidad de la democracia.
No hay duda de que una democracia puede y debe defenderse de manera legítima y legal. Lo que no puede ni debe es protegerse de modo ilegítimo ni ilegal. Observemos algunas democracias con distintos niveles de madurez y substantividad, ubicadas en diferentes marcos geopolíticos. Hoy en Estados Unidos puede limitar más la libertad de sus conciudadanos en aras de mayor seguridad, al tiempo que puede anunciar ataques preventivos (que hacen trizas la carta de la ONU). Israel puede aplicar políticas virulentas contra los palestinos en nombre de la “guerra contra el terrorismo”, amparándose en la naturaleza democrática del régimen israelí. En Rusia, por ejemplo, se ha recurrido a la fuerza letal contra los chechenos en defensa de una turbia democracia asediada por el “terrorismo internacional”. En Filipinas se acuerda la presencia de soldados estadounidenses en su territorio para apoyar a la frágil democracia filipina en su lucha contra el grupo Abu Sayyaf, legitimando la intromisión de tropas extranjeras para combatir el “terrorismo fundamentalista”. Y, en Colombia, se propicia una política severa en materia de orden público, en nombre de la defensa de la “seguridad democrática” y en aras del combate contra el “terrorismo” local, vinculado presuntamente al internacional.
En todos los casos estamos frente a un conjunto variopinto de regímenes democráticos. En cada uno de ellos existe una parte importante de la opinión pública que respalda las medidas, mientras se extiende un elocuente silencio internacional frente a esos—y otros tantos--ejemplos. Sin embargo, surgen cuestiones fundamentales respecto a los límites que tienen o aceptan estas democracias en su lucha contra el terrorismo; ante quiénes, cómo y cuándo rinden cuentas por sus acciones de fuerza crecientemente represivas; y en qué momento se podrá decir que estas democracias se sienten seguras y revitalizan las plenas libertades públicas.
Un autoritarismo larvado—o lo que es relativamente lo mismo, el espectro de una regresión democrática--parece recorrer el sistema internacional. Ello, sin duda, podría minar seriamente a las democracias del centro y de la periferia, a las más antiguas y las nuevas, a las presumiblemente consolidadas y las muy endebles.
Ahora bien, este relativo retraimiento de la dinámica democratizadora no ha comportado el fin a los impulsos a favor de una mayor democratización. Nuevas prácticas de articulación de la sociedad civil internacional y formas de aglutinación de esfuerzos de los países emergentes expresan un movimiento que procura más democracia. Estas demandas democratizadoras pueden—como en otros momentos históricos—canalizarse o constreñirse. Los espacios para avanzar en ellas tienden a ser hoy más estrechos que a principios de la Posguerra Fría y la viabilidad de su concreción parece exigir prudencia, empuje y creatividad. La llama democratizadora se ha extendido a nivel planetario pero su expresión plena y profunda enfrenta grandes obstáculos y no pocos enemigos. En lugar de una ´coalición de voluntarios´ organizada para atacar a otro país en la periferia, se necesita una coalición de vulnerables entre pueblos tanto en las naciones centrales como en las zonas periféricas: tal es, en toda su dimensión dramática, la escala del desafío que debe enfrentar hoy la democracia para sobrevivir y extenderse.
Traducido del Inglés por Cora Sueldo
by Juan Gabriel Tokatlián
Democracy—whether formal or substantive, representative or participative, procedural or material—is not living its best moment. Democratization, understood as a process of expanding rights, does not constitute a homogeneous and inexorable path. Contingent forces, factors and phenomena may generate obstacles and even produce regressions. We are perhaps facing a conjuncture in which the prolonged cycle of democratic growth and extension is finding its limits. Democratization is, essentially, a social and historical process and, as such, its evolution is not pre-determined. Regression is a possibility. In this context, it might be useful to recall that in the 1970s, based on events and transformations which had taken place in the previous decade, in particular, an idea promoted mainly by the Trilateral Commission – currently remembered only by a few –became entrenched. It postulated that the core countries in the international system were experiencing an “excess” of democracy which must be moderated and even curtailed by means of different policies oriented, among other, at deactivating critical manifestations, obstructing systemic questionings, reducing participation, limiting political democracy, and generating social apathy. The effect of this reasoning in the periphery was devastating: in the name of an alleged stability, in order to contain political change, and as a result of mistaking reformism for extremism, despotic regimes that shattered any democratic attempt or vestige were tolerated and promoted.
At the same time, and more emphatically during the final phase of the Cold War, many sectors and actors in the international community sought to promote the protection of human rights and restrict the arbitrariness of non-democratic governments. It was a question of denouncing, and also sanctioning, authoritarian and totalitarian regimes for their violations of fundamental rights. Even in cases in which these regimes faced the challenge of armed movements, the world—especially several governments of developed countries—postulated that they should be confronted under the rule of law. Authoritarian and totalitarian governments were scrutinized to prevent them from applying illegitimate and violent policies.
The events of September 11, 2001 mark a turning-point through the inducement of an atmosphere that tends to allow democracies huge discretional power to limit individual freedom and rights, and apply restrictive and punitive policies. In the delicate balance between freedom and security, several democracies have opted for sacrificing socially-achieved fundamental rights for the sake of an alleged enhanced protection. This approach has distinctive regional expressions and variations that depend on the historical experiences of different countries. In some cases, the retraction of democracy originates in the “war on terrorism” (the United States, for instance); in others, in the difficulty to “discipline” globalization (for example, Europe); and in some other cases, in the concatenation of factors that led, at a given time, to the implosion of the State and to the incidence of autocratic methods (Russia, for instance). On the other hand, some of the models currently encouraged as worthy of imitation from a socio-economic point of view—for example, China—are based on opaque, arbitrary and anti-liberal pillars and practices. Growing inequity and the infringement of the rule of law—which adopts multiple forms in the center and the periphery, respectively—reflect and reinforce the rising weakness of democracy.
There is no doubt that democracies can and must defend themselves in a legitimate and lawful way. What they can not and must not do is to protect themselves in an illegitimate or unlawful way. Let us observe some democracies with different levels of maturity and substantiveness, situated in diverse geopolitical frameworks. At present, the United States may increase restrictions to the freedom of its citizens in the name of greater security, while at the same time it may announce preventive attacks (which shatter the Charter of the United Nations) against several target countries under the framework of “war on terrorism”: evidence and imminence became irrelevant. Israel may apply virulent policies against the Palestinians in the name of “war against terror”, invoking the democratic nature of the Israeli regime. Russia, for instance, has exerted lethal force against the Chechens in defense of a shady democracy harassed by “international terrorism”. The Philippines agrees to the presence in its territory of United States Special Forces to support the fragile Philippine democracy in its struggle against the Abu Sayyaf group, legitimizing the intromission of foreign troops to combat “fundamentalist terrorism”. And in Colombia, a “mano dura” policy is propitiated in matters of public order in the name of defending the so called “democratic security” and for the sake of combating local “terrorism”, presumably linked to transnational terrorism.
In every case we are in the presence of a variegated ensemble of democratic regimes. In each of them, a significant part of the public opinion supports these measures, while an eloquent international silence is the response to these—and many other—examples. However, fundamental issues arise regarding the limits these democracies have or accept in their fight against terrorism; before whom, how and when do they explain their increasingly repressive forceful actions; and when will it be possible to say that these democracies feel safe and that they will revitalize full public liberties.
An embryonic authoritarianism—or what is relatively the same thing, the specter of a democratic regression—seems to be pervading the international system. This might, without a doubt, seriously undermine democracies in the center and the periphery, the oldest and the youngest ones, the presumably consolidated and the very fragile ones.
However, this relative retraction of the democratizing dynamics has not entailed the end of the impulses in favor of greater democratization. New practices in the articulation of international civil society and new ways of amalgamating the efforts of emerging countries reflect a movement that strives for more and better democracy. These democratizing claims may—as has occurred in other historical moments—be channeled or constrained. The spaces to advance along these lines seem to be narrower than they were at the beginning of the Post-Cold War period, and the viability of their materialization seems to demand prudence and creativity. The democratizing flame has extended to the whole planet, but its full and profound expression confronts today great obstacles and a considerable number of enemies. Instead of a new ´coalition of the willing´ organized to attack another country in the periphery, there is a need of a coalition of the vulnerable between peoples in both the central nations and the peripheral areas: this is, in all of its dramatic dimension, the scope of the current challenge for democracy to survive and extend.