Tatiana Flores es Assistant Professor of Art History and Latino Studies en la Universidad de Rutgers. Se especializa en arte Latinoamericano del siglo XX y en arte contemporaneo.
Tatiana Flores is Assistant Professor of Art History and Latino Studies at Rutgers University. She specializes in twentieth century Latin American art and contemporary art.
por Tatiana Flores
La relación entre cultura y democracia rara vez se considera en una democracia de larga data y en gran medida indiscutida como la de Estados Unidos. Se supone que un gobierno democrático garantiza la libertad de expresión; así, la naturaleza de la asociación de la cultura con la democracia a menudo no se cuestiona, salvo que se den circunstancias de censura o situaciones que aparentemente estén en conflicto con los derechos individuales. De lo contrario, la cultura sigue su curso separada de los mecanismos de gobierno.
Las comunidades en proceso de transformación social ofrecen la oportunidad de investigar nuestras suposiciones respecto de la forma en que la democracia debería tratar la cuestión de la cultura. En la mayoría de los casos, el establecimiento de nuevas estructuras de gobierno trae aparejados cambios en el ámbito de la cultura. En los párrafos que siguen, analizaré en forma comparativa dos situaciones – una pasada, otra presente – que han redefinido radicalmente la relación entre cultura y democracia: el período revolucionario de la década de 1920 en México y la Revolución Bolivariana en la Venezuela contemporánea.1
La Revolución Mexicana (1910-1920) creó un nivel profundo de conciencia social en los ciudadanos del país. La Constitución de 1917 planteó “la democracia no solamente como una estructura jurídica y un régimen político, sino como un sistema de vida fundado en el constante mejoramiento económico, social y cultural del pueblo.”2 La creencia de que la cultura era un derecho garantizado por la ley llevó a ciertos intelectuales y artistas del período post-revolucionario a imaginar formas en las que el arte pudiese ser universal, aunque la interpretación de este concepto variaba en gran medida. José Vasconcelos, Ministro de Educación de 1921 a 1924, quien lanzara el movimiento muralista y estableciera un programa de Misiones Culturales para difundir la educación y la cultura aun en las más remotas regiones de México, fue un esteta dedicado al canon occidental. Como parte de su mandato, distribuyó copias económicas de textos clásicos a los pobres, supervisó la construcción de un estadio inspirado en los modelos griego y romano y estableció una serie de bibliotecas en todo el país. Otros artistas, como por ejemplo Gabriel Fernández Ledesma, promovieron las tradiciones folclóricas como expresiones más relevantes del arte en México y aquéllas que mayor probabilidad tenían de llegar a una vasta audiencia. Él y un grupo de contemporáneos fueron los principales promotores de centros alternativos de educación artística – tales como las Escuelas de Pintura al Aire Libre y los Centros Populares de Pintura – cuyo objetivo era llevar la instrucción artística a todos los sectores de la población, desde el campesinado rural hasta los trabajadores urbanos. Otra aproximación a la democratización de la cultura consistió en combinar arte y activismo político, tal como fue practicado por Diego Rivera, David Alfaro Siqueiros, Tina Modotti y los artistas afiliados al Taller de Gráfica Popular. Estos artistas, convencidos de que el gobierno post-revolucionario no hacía lo suficiente para inculcar un cambio social radical, fueron vehementes partidarios de la causa comunista e integraron ideales marxistas a su arte y sus actividades.
De este modo, los artistas e intelectuales mexicanos post-revolucionarios presentaron una variedad de propuestas sobre la mejor forma de integrar arte y democracia. A pesar de sus buenas intenciones, uno de sus mayores obstáculos fue que un pequeño grupo de elite presumía de representar a la mayoría. Por ejemplo, los campesinos y trabajadores urbanos eran con mucha frecuencia los protagonistas del arte moderno mexicano, pero excepto por algunos casos aislados, no tenían la oportunidad de hablar por sí mismos y mucho menos de convertirse en contribuyentes significativos a la cultura oficial. Sus reacciones al verse representados en numerosos murales, pinturas y grabados (si es que realmente los vieron alguna vez) han sido documentadas rara vez y con el tiempo, la estética con conciencia social que impulsó al arte mexicanos post-revolucionario fue descartada como irrelevante para el logro de un cambio social significativo.
Veamos el arte venezolano de fines de los años 50. Luego de décadas en las que el realismo social había sido la estética predominante en América Latina, Venezuela, junto con Brasil y Argentina adoptaron a la abstracción geométrica como abanderada del arte nuevo. Basándose en los efectos ópticos y cinéticos, los artistas comenzaron a producir ambientaciones y arte para espacios públicos que trataban experiencias sensoriales comunes en formas no jerárquicas. Aunque sus exploraciones formales siguieron trayectorias personales, estaban unidos en su creencia de que, contrariamente a la figuración, la geometría podría ser un lenguaje visual universal – y consecuentemente más igualitario. Eventualmente, se hizo evidente que esta perspectiva también tenía sus fallas, ya que se asoció a la abstracción geométrica con la estética corporativa y continuó siendo en gran medida un gusto y una sensibilidad de elite. Para la influyente crítica de arte Marta Traba, el arte cinético en Venezuela fue emblemático de la indiferencia del gobierno respecto de los arraigados problemas sociales de los que fue testigo allí.
Luego de décadas de corrupción y condiciones sociales cada vez peores, Hugo Chávez fue electo presidente de Venezuela en 1998 e inmediatamente procedió a transformar la totalidad de la estructura política, comunal y cultural del país. Ha promovido un sistema de gobierno basado en la democracia participativa, cuyo objetivo es poner el poder de tomar decisiones directamente en manos del pueblo. Con este fin, han surgido numerosas organizaciones de base para permitir que los ciudadanos tomen parte en debates públicos en foros comunales y adopten un papel más activo en su propio gobierno, incluida la forma en que la cultura podría afectar sus vidas.
La Constitución Bolivariana de 1999 enfoca a la cultura de la manera siguiente: “Los valores de la cultura constituyen un bien irrenunciable del pueblo venezolano y un derecho fundamental que el Estado fomentará y garantizará, procurando las condiciones, instrumentos legales, medios y recursos financieros necesarios.”3 Tal como sucede en la Constitución mexicana, la cultura es considerada aquí como el derecho de cada ciudadano, pero las circunstancias difieren marcadamente. En México, el período inmediatamente post-revolucionario presenció un renacimiento cultural que abarcó no solamente a las artes visuales sino también a la música, el teatro y la literatura. Un movimiento similar está aún pendiente en Venezuela, tal vez como consecuencia de una arraigada oposición al gobierno de Chávez por parte de numerosos creadores de cultura.4 Mientras que en México los cambios prometidos por la Revolución – redistribución de la tierra, sufragio universal, libre acceso a la educación – fueron generalmente aceptados por la mayoría de la población, las nuevas políticas de Chávez han encontrado resistencia a cada paso del camino. Se puede decir con confianza que, salvo algunas excepciones, el mundo del arte establecido no se encuentra a bordo de su proyecto.
De qué manera se puede practicar la democracia participativa en el ámbito de la cultura pública es aún un proceso en evolución. Los primeros dos años de la presidencia de Chávez transcurrieron relativamente sin acontecimientos de nota (excepto por la perpetua escasez presupuestaria) para las instituciones de arte público en Venezuela. En el 2001, sin embargo, Chávez destituyó a una cantidad de funcionarios de la cultura, incluyendo a Sofía Imber, fundadora y directora del Museo de Arte Contemporáneo de Caracas Sofía Imber (desde entonces su nombre ha sido removido del museo), una decisión que dio que hablar en la comunidad artística. Actos de vandalismo muy publicitados que involucraron esculturas públicas contribuyeron a desacreditar aún más la actitud de Chávez con respecto a la cultura a los ojos de la oposición. Desde entonces, sin embargo, su gobierno ha desarrollado un papel más activo en la promoción cultural y la protección del patrimonio artístico. Irónicamente, ha apoyado a la abstracción geométrica, a pesar de sus asociaciones con el viejo orden, como un logro fundamental del arte venezolano.
Dos esfuerzos recientes por parte del gobierno han sido el establecimiento de la Fundación Museos Nacionales, que centraliza las operaciones de los trece museos públicos del país y el desarrollo de la Misión Cultura, cuyo objetivo principal es preservar las culturas populares de Venezuela y promover el desarrollo de una identidad nacional claramente articulada. Estas instituciones, ambas con sede en el Ministerio del Poder Popular para la Cultura, llaman la atención sobre la dificultad para definir en forma coherente a la cultura en la Venezuela Bolivariana. Los museos, en particular, están atravesando una crisis d identidad. En su afán de hacer sus operaciones congruentes con el objetivo de la democracia participativa, el gobierno ha sido el anfitrión de varios foros públicos para analizar el futuro de los museos. A éstos asisten generalmente fervorosos partidarios de Chávez con poca o ninguna experiencia en asuntos culturales, que están de acuerdo en afirmar que antes de su arribo al poder, los museos provocaban una sensación de incomodidad y eran poco acogedores. En su mayoría, quieren que estas instituciones, independientemente de su tema de interés central, reflejen las experiencias de las comunidades vecinas. Aunque han expandido significativamente sus programas para tratar estas inquietudes, los museos aún retienen una estructura profundamente jerárquica, tanto en términos de la organización de sus empleados como en su adhesión a cánones artísticos. Es difícil ver cómo podrían funcionar realmente en una forma genuinamente participativa.
La Misión Cultura tiene un potencial mayor para lograr cambios culturales significativos y llegar a un público más vasto. Consiste en un programa de estudio de promoción y desarrollo cultural, a nivel universitario y de posgrado, cuyo objetivo es “motivar la participación comunitaria, garantizar el acceso masivo a la cultura [e] impulsar la difusión y creación de manifestaciones culturales por parte de los sectores populares y de las comunidades.”5 Es más probable que dicho programa pueda conciliar los objetivos de la democracia participativa y el acceso a la cultura, que han demostrado ser difíciles de alcanzar en el ámbito de los museos.
Los artistas mexicanos del período post-revolucionario hicieron aportes significativos a la historia del arte a través de su integración de innovación formal y compromiso social. Aunque fueron menos efectivos en democratizar la cultura, ya sea cuestionando las estructuras canónicas o eliminando las fronteras entre arte “superior” e “inferior”, sus esfuerzos sí consiguieron garantizar la preservación del arte y las tradiciones autóctonas. En la Venezuela Bolivariana, la cultura ha seguido una trayectoria diferente. Hasta el momento, no ha habido un renacimiento artístico, pero tal vez esto evitará el culto del individuo que a menudo acompaña a tal fenómeno y permitirá un cuestionamiento más crítico de nuestros presupuestos acerca del arte y sus instituciones. La situación actual presenta una oportunidad única no sólo para poner a la cultura realmente a disposición de un público cuyos recursos son limitados y que tiene escaso acceso a la educación, sino lo que es más importante aún, para ampliar el concepto de arte de manera que la participación sea posible en todos los niveles.
Traducido del Inglés por Cora Sueldo
by Tatiana Flores
The relationship between culture and democracy is rarely considered in a long-established and largely unquestioned democracy like that of the United States. It is assumed that a democratic government guarantees freedom of expression; thus, the nature of culture’s association with democracy is often left unchallenged except under circumstances of censorship or situations that would appear to conflict with civil rights. Otherwise, culture runs its course separate from the mechanisms of government.
Communities undergoing social transformations offer the opportunity to probe our assumptions on how democracy should address culture. The establishment of new structures of government more often than not brings changes to the cultural sphere. In the paragraphs that follow, I will look comparatively at two situations – one past, one present – that have radically reconsidered the relationship between culture and democracy: the post-revolutionary period in Mexico during the 1920s and the Bolivarian Revolution in contemporary Venezuela.1
The Mexican Revolution (1910-1920) created a deep level of social consciousness in the country’s citizenry. The Constitution of 1917 approached “democracy not only as a legal structure and a political regimen, but as a system of life founded on a constant economic, social, and cultural betterment of the people.”2 The belief that culture was a right guaranteed by law drove certain intellectuals and artists of the post-revolutionary period to envision ways for art to be universal, although the interpretation of this concept varied widely. José Vasconcelos, Minister of Education from 1921 to 1924, who launched the mural movement and set up a program of Cultural Missions to spread education and culture to even the most remote areas of Mexico, was an aesthete dedicated to the Western canon. As part of his mandate, he distributed cheap copies of classical texts to the poor, oversaw the construction of a stadium inspired in part by Greek and Roman models, and set up a network of libraries throughout the country. Other artists, such as Gabriel Fernández Ledesma, promoted folk traditions as the most relevant expressions of art in Mexico and those most likely to reach a wide audience. He and a group of contemporaries were leading advocates for alternative centers of art education – such as the Open Air Schools of Painting and Popular Painting Centers – aimed to take artistic instruction to all sectors of the population, from the rural peasantry to urban workers. Another approach to democratizing culture was in combining art and political activism, as practiced by Diego Rivera, David Alfaro Siqueiros, Tina Modotti, and the artists affiliated with the Popular Graphics’ Workshop. These artists, believing the post-revolutionary government did not go far enough in instilling radical social change, were vehement proponents of the communist cause and assimilated Marxist ideals into their art and activities.
Post-revolutionary Mexican artists and intellectuals thus set forth a variety of proposals on how best to integrate art and democracy. Despite their good intentions, one of their major hurdles was that a small elite group presumed to stand for the majority. For example, peasants and urban workers were very often the subjects of modern Mexican art but, except in isolated cases, did not have the opportunity to speak for themselves and even less to become significant contributors to official culture. Their reactions to seeing themselves depicted in numerous murals, paintings, and prints (if they ever actually saw them) are rarely documented, and over time, the socially conscious aesthetics that drove post-revolutionary Mexican art became dismissed as irrelevant to achieving significant social change.
Enter Venezuelan art in the late 1950s. After decades in which social realism was the predominant aesthetic in Latin America, Venezuela, along with Brazil and Argentina, adopted geometric abstraction as the standard bearer for a new art. Relying on kinetic and optical effects, artists began to produce environments and public works that addressed common sensory experiences in non-hierarchical ways. Although their formal explorations followed personal trajectories, they were united in their belief that contrary to figuration, geometry could be a universal – and consequently more egalitarian – visual language. Eventually, it became clear that this perspective was also flawed, as geometric abstraction became associated with corporate aesthetics and remained very much an elite taste and sensibility. For the influential art critic Marta Traba, kinetic art in Venezuela was emblematic of the government’s disregard for the deep-rooted social problems she witnessed there.
After decades of corruption and worsening social conditions, Hugo Chávez was elected president of Venezuela in 1998 and immediately proceeded to transform the country’s entire political, communal, and cultural structure. He has promoted a system of government based on participatory democracy, which aims to put decision-making power directly in the hands of the people. To this end, numerous grass-roots organizations have emerged for citizens to engage in public debates in community forums and to take a more active role in their governance, including how culture might affect their lives.
The 1999 Bolivarian Constitution addresses culture in the following manner: “Cultural values are the unrenounceable property of the Venezuelan people and a fundamental right to be encouraged and guaranteed by the State, efforts being made to provide the necessary conditions, legal instruments, means and funding.”3 Like in the Mexican constitution, culture here is regarded as the right of each citizen, but circumstances are markedly different. In Mexico, the immediate post-revolutionary period witnessed a cultural renaissance that encompassed not just the visual arts, but also music, theater, and literature. A similar movement has yet to occur in Venezuela, perhaps because of the deep-rooted opposition to the Chávez government by many cultural producers.4 Whereas in Mexico, the changes promised by the Revolution – land redistribution, universal suffrage, free access to education – were generally accepted by the majority of the population, Chávez’s new policies have encountered resistance every step of the way. It is safe to say that, with some exceptions, the established art world is not on board with his project.
How participatory democracy can be exercised in the public cultural sphere is still a work in progress. The first two years of Chávez’s presidency were relatively uneventful (except for perpetual budget shortages) for public art institutions in Venezuela. In 2001, however, he dismissed a number of cultural officials, including Sofía Imber, founder and director of the Museo de Arte Contemporáneo de Caracas Sofía Imber (her name has since then been removed from the title), a decision which sent ripples through the artistic community. Well-publicized vandalisms of public sculptures further discredited Chávez’s attitude toward culture in the eyes the opposition. Since then, however, his government has played a more active role in cultural promotion and the protection of artistic patrimony. Ironically, it has championed geometric abstraction, despite its associations with the old order, as a major achievement in Venezuelan art.
Two recent efforts on the government’s part have been the establishment of the National Museums Foundation (Fundación Museos Nacionales), which centralizes the operations of the country’s thirteen public museums, and the development of the Misión Cultura, whose main objective is to preserve Venezuelan popular cultures and promote the development of a clearly articulated national identity. These institutions, both housed in the Ministry for the Popular Power of Culture (Ministerio del Poder Popular para la Cultura), call attention to the difficulty of coherently defining culture in Bolivarian Venezuela. Museums, in particular, are undergoing an identity crisis. In an effort to make their operations congruent with the goal of participatory democracy, the government has hosted several public forums to discuss the future of museums. These are generally attended by ardent Chávez supporters with little to no experience in cultural affairs who agree that before he came to power, museums were alienating and unwelcoming. For the most part, they want these institutions, regardless of their focus, to reflect the experiences of their neighboring communities. Though having significantly expanded their programming to address such concerns, museums still retain a deeply hierarchical structure, both in terms of the organization of their employees and in their adherence to artistic canons. It is difficult to see how they could actually function in a truly participatory way.
The Misión Cultura has a greater potential to achieve significant cultural changes and reach a wider public. It consists of a program of study, at the undergraduate and graduate levels, in cultural promotion and development whose aim is to “motivate community participation, guarantee massive access to culture, [and] impel the dissemination and creation of cultural manifestations by the popular and community sectors.”5 It is more likely that such a program will be able to reconcile the goals of participatory democracy and cultural access that have proven elusive in the museum realm.
Mexican artists of the post-revolutionary period made significant contributions to the history of art through their integration of formal innovation and social commitment. Though they were less effective in democratizing culture, whether by challenging canonical structures or erasing the boundaries between “high” and “low” art, their efforts did guarantee the preservation of folk arts and traditions. Culture in Bolivarian Venezuela has followed a different trajectory. So far, there has been no artistic renaissance, but perhaps this will prevent the cult of the individual that often accompanies such a phenomenon and allow for a more critical questioning of our assumptions about art and its institutions. The current situation presents a unique opportunity not only to make culture truly available to a public that has had limited resources and little access to education, but more importantly to broaden the concept of art so that participation may be possible at all levels.