Maria Mercedes Gómez es teórica política y se especializa en crímenes de odio y prejucio. Es docente en la Universidad de Los Andes en Bogotá, Colombia.
Maria Mercedes Gómez is a political theorist that works on hate crimes and prejudice. She teaches at the Universidad de Los Andes in Bogotá, Colombia.
por María Mercedes Gómez
Albert Memmi1 señaló que la diferencia es un valor que asignamos a características reales o imaginarias para instituir jerarquías sociales. Aquellos que tienen el poder de asignar valores suelen situarse a sí mismos en el extremo dominante de ese escalafón y usan su poder para “jerarquizar los cuerpos”2; al hacerlo, determinan el carácter relacional de cada identidad. Históricamente las diferencias han sido establecidas de diversas maneras: a través de la reificación de las características biológicas, como en el caso de la raza y el género; mediante la estigmatización de prácticas y expresiones culturales particulares, como en el caso de la religión, la etnicidad y la sexualidad; y a través de la formación de estratificaciones económicas y diferencias de clase. Las diferencias biológicas, culturales y económicas con frecuencia se entrecruzan y se configuran entre sí. Uno de los más importantes desafíos de las sociedades democráticas contemporáneas es saber cómo reconocer e incluir mejor esas diferencias sin reproducir las jerarquías.
La Deconstrucción, la teoría queer y las investigaciones sobre comportamiento sexual han demostrado que la categorización binaria de las diferencias es inadecuada e insuficiente para cobijar la fluidez de nuestros deseos y de nuestras identificaciones. No se trata solamente de que el sexo biológico, los roles de género, el deseo y las prácticas sexuales no coincidan para algunos. Se trata de que no coincidan para nadie. Nuestra sexualidad y nuestras identificaciones son indeterminadas y contingentes. Tal percepción genera gran ansiedad porque evidencia la condición infundada de los binarios sexuales y al hacerlo pone en riesgo los privilegios que derivan de ellos.
Muchos de nosotros habitamos en sociedades caracterizadas por la “heterosexualidad obligatoria”3 y actuamos y vivimos como si la construcción binaria del mundo fuera natural y universal en lugar de contingente y socialmente construida. La heterosexualidad obligatoria opera a través de prácticas políticas, sexuales, sociales y económicas que estigmatizan y convierten en blanco de violencia todo lo que es percibido como femenino o como sexualidades que no se ajustan a la norma heterosexual. A pesar de las reformas culturales y legales alcanzadas en las décadas pasadas, especialmente por los hombres gay, las mujeres lesbianas y, en menor medida, por las personas transgénero, quienes ostentan sexualidades divergentes son ciudadanos de segunda clase y siguen siendo víctimas de una extraordinaria violencia estatal y no estatal.
Las diferencias suelen percibirse y marcarse de dos maneras. La primera se basa en la asunción de que uno no puede convertirse en el “otro” porque los límites entre la norma y lo que está fuera de ella son rígidos. La raza y el género, por ejemplo, han sido históricamente concebidos en los espacios sociales, culturales y legales, como atributos físicos esenciales, visibles, e inmutables4. La segunda forma exterioriza la diferencia cuando el “otro” amenaza con convertirse en uno de “nosotros”, cuando amenaza con la normalización de su diferencia. Los prejuicios en contra de las sexualidades divergentes son paradigmáticos de la “ansiedad de los límites” porque al contrario de otras diferencias aparentemente esenciales, visibles e inmutables, la orientación sexual ha sido vista con frecuencia como invisible y mutable5. Como veremos, en el caso de las sexualidades divergentes, es decir, cuando se presume que los límites entre la norma y su desviación son permeables, se produce un tipo específico de violencia.
Como afirma Nancy Fraser un principio fundamental de las sociedades democráticas debería ser lograr la participación paritaria de todos sus miembros en la toma de decisiones colectivas en relación con la forma como quieren vivir sus vidas6. Los prejuicios y la violencia en que se manifiestan son obstáculos importantes para el logro de la participación paritaria. Muchos de los esfuerzos políticos, culturales y legales para superar los prejuicios se centran en la noción de discriminación. Considero, sin embargo, que cuando se agrupan en una lógica única de discriminación las explicaciones acerca de las diferentes tipos de prejuicios son insuficientes para explicar la complejidad de las prácticas excluyentes.
La lógica de la discriminación busca mantener al “otro” como inferior mientras que la lógica de la exclusión pretende eliminar al “otro” del mundo social7. Estas lógicas se plasman en dos usos diferentes de la violencia que llamo jerárquicas y excluyentes. En el uso jerárquico de la violencia los perpetradores usan y disfrutan de la diferencia para marcar la inferioridad. Al contrario, el uso excluyente de la violencia pretende eliminar la diferencia porque es concebida como incompatible con la visión del mundo del perpetrador. En un sistema de heterosexualidad obligatoria las prácticas e identificaciones no heterosexuales son una amenaza al sistema. Situarlas como inferiores es, en algunos casos, instrumental a la supremacía heterosexual. Sin embargo, las identidades no heterosexuales son, sobretodo, objetivos de exclusión, a pesar de que esa exclusión se infringe en niveles diferentes sobre individuos percibidos o definidos como hombres gay, lesbianas o personas transgénero.
Si esto es así, las soluciones a la violencia proveniente del prejuicio sexual deben incluir una transformación profunda de las prácticas culturales que la producen y reproducen. Esta transformación exige un diagnóstico de los diferentes tipos de prejuicios que dominan la interacción social y demanda claridad analítica en relación con los mensajes que envía y los propósitos que esconde la expresión violenta de esos prejuicios. Los usos jerárquicos y excluyentes de la violencia son ambos actos de poder que expresan prejuicios y aterrorizan, pero no son iguales. La intención de mantener al “otro” como un inferior se expresa en contextos sociales y ambientes políticos diferentes a los que rodean la intención de eliminar al “otro”. De allí que las leyes y las políticas diseñadas e interpretadas a partir de la lógica de la discriminación no deban ser el registro único en que se inscriban las esperanzas de cambio social y cultural. Las leyes y políticas antidiscriminación son importantes pero insuficientes para afrontar el fenómeno de la violencia por prejuicio. Pueden incluso ser contraproducentes si los gobiernos, los activistas y los políticos las conciben como el reemplazo de otras soluciones sociales y culturales, o si son tomadas como el recurso fundamental contra los daños producidos por la histórica asimetría económica y los recurrentes discursos de odio y estigmatización contra grupos e individuos percibidos como diferentes.
¿Qué noción de la democracia podría responder mejor a los desafíos de las violencias jerárquicas y excluyentes? Quienes luchan por el reconocimiento legal, social y político de la diferencia y la diversidad sexual acogen la idea de la política de la identidad; los que consideran que la afirmación de alguna identidad específica supone una concepción binaria y naturaliza la diferencia luchan por deconstruir las identidades fijas y por demostrar la fluidez de las identificaciones. La distinción entre identidad e identificación proviene de la obra del psicoanalista Jacques Lacan, pero ha sido reformulada en términos políticos por teóricos como Judith Butler, Ernesto Laclau, Chantal Mouffe y Slavoj Zizek, así como por la obra de Jacques Derrida. A pesar de sus importantes diferencias, estos teóricos concuerdan en que la noción de identidades fijas es inadecuada para representar el proceso de formación del sujeto y trasladan esta imposibilidad al campo político. La formación del sujeto es móvil y fluida, proviene de una carencia de “ser“, de un sentimiento permanente de vacío que nos lleva a buscar identificaciones con la ilusoria esperanza de llenarlo o disminuirlo. En este sentido, el sujeto es un “vacío avaricioso”8 de reconocimiento.
Como el “vacío avaricioso” en el sujeto que hace posible que el deseo aparezca, la democracia radical requiere de un espacio vacío donde sean posibles posibles los antagonismos y los desacuerdos. La saturación de ese vacío significa violencia, totalitarismo. Mouffe9 sugiere que las articulaciones políticas de la relación amigo/adversario ayudan a constituir la democracia radical y suprimen la retórica totalitaria del amigo/enemigo. En este sentido, la democracia está siempre en transición, es agonística, consciente de sus contingencias, siempre “por venir”.
Traducido del Inglés por Cristina Motta
by María Mercedes Gómez
Albert Memmi1 wrote that difference is a value that we assign to real or imaginary characteristics in order to establish social hierarchies. Those who have the power to assign value commonly position themselves at the dominant end of this hierarchy, using their power for “scaling bodies”2 and in the process, establishing the relational character of every identity. Differences have been historically established in various ways: through the reification of biological characteristics as in the case of race and gender; the stigmatization of particular cultural practices and expressions such as in the case of religion, ethnicity, and sexuality; or through the development of economic formations and class differentiation. Biological, cultural and economic differences often overlap and reciprocally shape each other. One of the central challenges of contemporary democratic societies is how best to recognize and include such differences without reproducing hierarchies of inequality.
Deconstruction and queer theories, as well as research on sexual behaviour, have shown that a binary categorization of differences is inadequate and insufficient to contain the fluidity of our desires and our identifications. It is not only that for some people biological sex, gender roles, sexual desire and practices do not correspond, but that they do not coincide for anyone. Our sexuality and our self is undetermined and contingent. But the perception of this generates extreme anxiety because it not only discloses the unsubstantiated condition of sexual binaries, but puts them at stake. It also puts at risk the privileges that derive from such binaries.
Many of us dwell in societies of “compulsory heterosexuality”3 and act and live as if the binary construction of the world were natural and universal instead of contingent and socially constructed. Compulsory heterosexuality operates through political, sexual, social and economic practices that stigmatize and make targets of violence that which is perceived as feminine and sexualities, which do not conform to the heterosexual norm. Such a norm assumes male and female bodies invested with masculine and feminine roles, desiring the opposite sex and acting accordingly. Despite the cultural and legal reforms that dissenting sexualities have achieved in the past decades --especially gay men and lesbians and, in a lesser degree transgender people-- they are still submitted to second class citizenship and to extraordinary State and non-state violence in many societies.
People who embody difference are marked in two ways. The first way is premised on the assumption that one cannot become “the other” because the borders between the norm and those outside the norm are rigid. Race and gender, for instance, have been historically conceived, in social, cultural and legal settings, as essential, visible, and largely immutable physical attributes.4 In contrast, the second way seeks to exteriorize difference when the “other” threatens to become one of “us” or part of the norm. Prejudice against dissenting sexualities is paradigmatic of border anxiety because unlike other seemingly essential, visible and immutable differences, sexual orientation has often been seen as invisible and mutable.5 In this case, the assumed permeability of the borders of difference –between the norm and deviance or dissent-- is related to violence in a specific way.
A fundamental principle of democratic societies should be, as Nancy Fraser puts it, to achieve participatory parity for all their members in order to make collective decisions regarding the way they want to live their lives.6 Prejudices and the violent ways in which they manifest are central obstacles for the achievement of participatory parity. Many of the political, cultural and legal efforts to overcome prejudice focus on a notion of discrimination. I contend however, that explanations about different types of prejudices when collapsed into a single explanatory logic of discrimination are insufficient to elucidate the complexity of exclusionary practices.
The logic of discrimination seeks to maintain “the other” as inferior while the logic of exclusion seeks to liquidate or erase “the other” from the social world.7 These logics materialize in two uses of violence, which I call hierarchical and exclusionary. In the hierarchical use of violence, perpetrators maintain and enjoy difference as a mark of inferiority. In contrast, the exclusionary use of violence attempts to eliminate differences because they are understood to be incompatible with the perpetrator(s)’ world-view. In a compulsory heterosexual system of domination, non-heterosexual practices and identifications are a threat to the system. Keeping them as inferior is, in some cases, instrumental to heterosexual supremacy. But non-heterosexual identities are overall targets for exclusion although such exclusion takes place in different degrees for individuals perceived or defined as gay, lesbian, and transgender.
This means that remedies for violence based on social prejudice must include a profound transformation of the cultural practices which produce and reproduce such violence. Such a transformation requires a diagnosis of the different types of prejudice that pervade social interaction, as well as analytical clarity over the messages sent by, and the purposes behind, the violent embodiment of these prejudices. Hierarchical and exclusionary uses of violence are both expressive and terrorizing acts of power, but they are not equivalents. Intentions to keep “the other” inferior are expressed in different social contexts and political environments from those surrounding intentions to liquidate “the other.” Because of this, laws and policies, often designed and interpreted using discriminatory logic, cannot be the basket in which all hopes for social and cultural change are carried. Anti-discrimination laws and policies are important but insufficient to deal with the phenomenon of violence based on prejudice. They may even be detrimental if governments, activists and politicians assume they replace other social and cultural remedies or if they are taken to be the solution for repairing harms done by economic historical asymmetry and repetitive discourses of hate and stigma.
What notion of democracy would better respond to the challenges of both hierarchical and exclusionary violence? Those who struggle for specific legal, social and political recognition of sexual difference and diversity gather around identity politics; those who argue that the affirmation of specific identities supports hierarchical binarism and naturalizes difference struggle to deconstruct fixed identities and to demonstrate the fluidity of identifications. The distinction between identity and identification comes mainly from the work of psychoanalyst Jacques Lacan, but has been reformulated in political terms by theorists such as Judith Butler, Ernesto Laclau, Chantal Mouffe and Slavoj Zizek as well as by the work of Jacques Derrida. In spite of their important differences, these theorists agree that the notion of fixed identities is inadequate to represent the processes of subject formation, and translate such impossibility into the political. Subject formation is mobile and fluid. It emerges through a lack of “being” –or a constant emptiness which drives us to search for identifications with the illusion that we can diminish or fill such emptiness. Subjects are “greedy emptiness” for recognition.8
As with the subject, radical democracy requires the lack that permits desire. The saturation of such a lack in which antagonisms and contentions are possible, means violence. Political articulations around the relation friend/adversary, Mouffe suggests,9 constitute radical democracy and foreclose the totalitarian rhetoric of friend/enemy. In this sense, democracy is always in transition, agonistic, conscious of its contingency, always to come.