Ashely Hunt es un artista y activista que utiliza varios soportes para vincularse con movimientos sociales, modos de aprendizaje y discursos públicos. Para más información visite: www.ashleyhuntwork.net
Ashley Hunt is an artist and activist that uses a variety of mediums to engage social movements, modes of learning and public discourse. More info: www.ashleyhuntwork.net
por Ashley Hunt
Lo que sigue estará repleto de argucias. No para ser capcioso per se, ni excesivamente ingenioso, sino para reflexionar acerca de las argucias del pensamiento, que podrían hacernos caer en trampas o podrían ayudarnos a idear formas de salir de ellas.
Por ejemplo, creo que tiene algo de argucia el asumir que la cárcel es una institución que “pertenece” a la democracia. No es inusual toparse con esta asociación, ya que sabemos que las cárceles se desarrollaron hasta alcanzar su forma moderna en un período de tiempo paralelo al surgimiento de los estados democráticos modernos. Pero aquí la argucia reside en confundir democracia (una forma de gobierno y su impugnación) con Estado (instituciones, documentos e infraestructuras de gobierno). Los Estados pueden ajustarse a un modelo liberal o social-demócrata, o pueden estar organizados de una forma más o menos propicia al respaldo de la democracia, pero un Estado no puede, por y en sí mismo, ser una democracia, ni qué hablar de desearlo. El Estado establece un ordenamiento y una distribución del poder, las estructuras jerárquicas, los umbrales de inclusión y exclusión; mientras que la democracia es la búsqueda de la modificación de dicho estado de cosas. La cárcel es solamente uno de los instrumentos de los que dispone el Estado para mantener y naturalizar dicho estado de cosas y de esa manera contradice la lógica misma de la evolución democrática — estando más relacionada con el manejo de los efectos de los fracasos y deficiencias de la democracia y con ocultar su subversión calculada1.
Una argucia en sentido contrario: Supongamos que usted va preso. Si esto sucede dentro de Estados Unidos, le será prohibido votar – a menos que usted viva en Maine o Vermont, los dos estados que permiten votar a los presos. Una vez que sea puesto en libertad y declarado “ex presidiario”, se le seguirá prohibiendo votar mientras se encuentre en libertad condicional o bajo caución en al menos 38 estados y en 13 de esos estados, la prohibición se mantendrá por el resto de su vida natural2.
Si se le hubiese asignado su estatus de ex presidiario en Florida, entonces en la elección presidencial del 2000 habría experimentado la convergencia entre la política de índole política* y la historia política. El estado prohibió la participación en la elección de 600.000 ex presidiarios, junto a otros 200.000 presos más que se encontraban cumpliendo penas y que de habérseles permitido votar, en su mayoría lo habrían hecho por Al Gore, cosa que habría provocado un cambio decisivo en la elección3.
Al tiempo que experimentaba esta intersección entre política de índole política y un futuro por venir, usted habría experimentado simultáneamente un nexo con el pasado: con el período que siguió a la ratificación de 1870 de la 15ª Enmienda a la Constitución de Estados Unidos, que declara: “El derecho de votar de los ciudadanos de Estados Unidos no será denegado o limitado por Estados Unidos o por un Estado cualquiera por motivos de raza, color, o condición previa de esclavitud.” A los pocos años de esta “democratización” del voto, el 80% de los estados de la Unión estaban de acuerdo con poner en vigencia leyes que privaran de la franquicia electoral a criminales y ex presidiarios – las mismas que hoy en día prohíben votar a más de 5 millones de ciudadanos4. Estas leyes medievales fueron adoptadas, junto con una variedad de impuestos per capita, pruebas de alfabetismo (y terrorismo no oficial por parte de los partidarios de la supremacía blanca), específicamente para evitar que ejercieran su derecho al voto los recientemente habilitados afro-americanos.
En otras palabras, siguiendo a la extensión de derechos universales al voto a todos los hombres5 – que podemos entender como un gesto tendiente a la redistribución del poder al deshacer una estructura de exclusión – nuevas leyes se adaptaron creativamente para preservar el monopolio del gobierno político y económico que ya había existido, logrando las exclusiones necesarias para este monopolio pero por medio de lógicas diferentes. Habiendo sido la lógica de exclusión previa de naturaleza biológica, los mismos contenidos raciales se expresarían ahora a través de una lógica selectiva de estatus económico, cultura, legalidad y peligrosidad6.
Llevando esta genealogía de su privación del derecho al voto un poco más adelante, salte 90 años hacia el futuro, momento en el que estas estrategias más nuevas de exclusión fueron desafiadas significativamente por la Leyes de Derechos Civiles de 1960 y 1964 y la Ley de Derecho al Voto de 1965. A pesar de deshacer lo que habría sido el equivalente a un siglo de nuevas estructuras de exclusión, reafirmaron su futura privación del derecho al voto al fracasar en su tratamiento de la tecnología clave, post-Jim Crowe de control racial: la criminalización.
Esta argucia, la criminalización, funciona bien. Es una de las más efectivas que pueden usar los gobernantes para dividir y enfrentar a las poblaciones que gobiernan de manera de que no se unan en contra de cómo y por quién están siendo gobernadas. Es la forma más simple de difamar a los “luchadores por la libertad” en potencia e interrumpir las continuidades de confianza que vinculan organización y activismo. Ya sea que esto implique hacer que las personas se enfrenten por recursos escasos con violencia y competitivamente o, por el contrario, dejar a las personas que tienen demasiado atomizadas en su confort y llenas de temor hacia los otros, mantiene a la lucha como una lucha única entre individuos, evitando la formación de identificaciones políticas colectivas y los análisis del poder. En la era post-derechos civiles, la criminalización se ha transformado en el continente de legitimidad en el cual se ocultan tantas formas de control racial previas.
Esto puede verse en el crecimiento del sistema carcelario en un 740% desde 1970, que incluye un 75% de personas de color, puesto que la cárcel casi ha reemplazado a las instituciones estatales de asistencia social en “manejar” la devastación que la economía neoliberal ha causado a la clase trabajadora y a las comunidades pobres. Y en este tiempo, justo cuando esta constelación de pasados converge en su privación individual de votar en la elección del 2000, hay formas adicionales en las que el encarcelamiento impacta sobre la democracia.
Por ejemplo, lo más probable es que usted provenga, hipotéticamente, de una comunidad donde muchas personas van presas7, una comunidad asolada por un permanente desarraigo y reubicación de cuerpos y mentes. Esto interfiere con la continuidad de la vida familiar, la cooperación económica, el discurso político local, el conocimiento y la identidad, minando al mismo tiempo la confianza entre vecinos que de otro modo contribuiría a hacer una comunidad potencialmente poderosa. Más aún, usted se convierte en un voto retirado de su distrito y en un cuerpo más para ser contado en la población carcelaria durante las luchas por la reestructuración de los distritos electorales y la manipulación de sus límites con el fin de beneficiar a un partido político (téngase en cuenta que las comunidades de las que provienen los presos se cuentan típicamente como demócratas, mientras que las comunidades donde se erigen las cárceles se cuentan típicamente como republicanas8. Sin embargo, el poder para materializar una democracia depende, aún más fundamentalmente que de las elecciones, de la organización interna y de la fuerza de la comunidad para forzar una redistribución del poder. El encarcelamiento masivo mina esto por completo, y las cárceles contribuyen a hacer posible dicha subversión.
Pero volviendo a la argucia que presenté – posicionarlo a usted, el lector, como protagonista de una historia – sospecho que se debe estar cansando de eso a esta altura. Puede parecer una distracción del verdadero meollo del ensayo o una manipulación que juega con sus emociones más que con su razón. No obstante, puede haber significado diferentes cosas para diferentes personas, específicamente en relación a si esa persona ha estado, de hecho, presa. Esto complica el ejercicio y en cierto sentido, hace que no sea tanto un ejercicio. En cambio, requiere que el lector reconsidere el texto teniendo en cuenta a quién se presume que esté dirigido, apuntando no a un sujeto hipotético sino a una persona real que en efecto leerá esto, que ha pasado, efectivamente, parte de su vida en una o más cárceles.
Podríamos darnos cuenta de que todo el tiempo, nuestro lector universal (que el texto siempre debe suponer) ha sido alguien aislado de los riesgos, peligros y violencia de la cárcel, para quien el preso es meramente una figura literaria, un problema filosófico o una categoría legal, situando de ese modo al ex presidiario o al actual fuera del auditorio al cual se dirige el texto, como un oyente furtivo de una conversación que se refiere a él pero sin él como participante. El pedirle al lector que ha estado preso que sea el intérprete primario de estas proposiciones cambia las apuestas del texto, pidiéndole a aquéllos que no lo han estado que imaginen (dentro de lo posible) el llegar a estas cuestiones desde una posición de disonancia, ruptura y urgencia.
Entonces nos encontramos en una mejor posición para darnos cuenta de que cada uno de nosotros ha sido, a su vez, el producto de estas mismas historias y se ha visto implicado en ellas. Luego, podríamos preguntar si esta disposición orientada a la exclusión ha sido, en realidad, una coincidencia de la historia, o si es lo que constituye nuestra política desde un principio: la operación fundacional de una política basada en la exclusión, cuya continuación e identidad siempre requieren el mantenimiento y aseguramiento de sus umbrales. Aquí es donde se halla la cárcel; continúa siendo lo que siempre ha sido, una tecnología clave para el manejo de la exclusión y la insurrección; el equivalente del ladrillo y el cemento del ejército, la policía y la ley; el opuesto de la democracia.
Traducido del Inglés por Cora Sueldo
by Ashley Hunt
What follows will be filled with tricks. Not to be tricky per se, nor excessively clever, but to think about tricks of thought, as they might lead us into traps, or as they might help us think our way out of them.
For example, I believe it is something of a trick that assumes the prison to be an institution “belonging to” democracy. It is not uncommon to come across this coupling, since we know prisons developed into their modern form in a time frame parallel to the emergence of modern democratic states. But the trick here lies in confusing democracy (a mode of rule and its contestation) for the state (institutions, documents and infrastructures of rule). States may conform to a liberal- or social-democratic model, or may be organized in a manner more or less conducive to supporting democracy, but a state cannot, in and of itself, be democracy, let alone desire it. The state institutes an ordering and distribution of power, structures of hierarchy and thresholds of inclusion and exclusion; whereas democracy is the pursuit to alter the fixity of that state of affairs. The prison is but one apparatus at the state’s disposal for maintaining and naturalizing that state of affairs, and thus contradicts the very logic of democratic progression — having more to do with managing the effects of failures and deficiencies of democracy and concealing its calculated subversion.1
A trick in the other direction: Let’s say you go to prison. If this takes place within the United States, you will be banned from voting — unless you live in Maine or Vermont, the two states which do allow prisoners to vote. Once released from prison and designated an “ex-felon,” you will remain banned from voting while on probation or parole in at least 38 states, and in 13 of those states, you will be banned for the rest of your natural life.2
Had your status as an ex-felon been assigned in Florida, then in the 2000 presidential election you would have experienced a confluence between political policy and political history. The state kept 600,000 ex-felons from participating in the election, along with another 200,000 who were held in prisons, the majority of whom, if allowed to vote, would most likely have voted for Al Gore and could have swung the election decisively.3
As you experienced this intersection between political policy and a future to come, you would simultaneously have experienced a link with a past: with the period following the 1870 ratification of the 15th Amendment to the United States’ Constitution, which states, “The right of citizens of the United States to vote shall not be denied or abridged by the United States or by any State on account of race, color, or previous condition of servitude.” Within years of this “democratization” of voting,4 80% of U.S. states would have “felony” or “criminal disenfranchisement” laws passed — the very same which today ban over 5 million citizens from voting. These medieval laws were adopted, along with a variety of poll taxes, literacy tests (and unofficial, white-supremacist terrorism), specifically to keep newly enfranchised African Americans from exercising their right to vote.
In other words, following the extension of universal voting rights to all men5 — which we can understand as a gesture to redistribute power by undoing a structure of exclusion — new laws were appropriated creatively to preserve the monopoly of political rule and economy that had already existed, accomplishing the exclusions necessary to this monopoly but by other logics. With the previous logic of exclusion having been biological, the same racial contents would now express themselves through selective logics of economic status, culture, lawfulness and danger.6
Following this genealogy of your disenfranchisement further, jump 90 years into the future, where these newer strategies of exclusion would be significantly challenged by the Civil Rights Acts of 1960 and 1964, and the Voting Rights Act of 1965. Despite their undoing of a century worth of new structures of exclusion, they reaffirmed your coming disenfranchisement by failing to address the key, post-Jim Crowe technology of racial control: criminalization.
This trick, criminalization, works well. It is one of the most effective for rulers to use in dividing ruled populations against one another so that they don’t unify against how or by whom they are being ruled. It is the most simple way to malign would-be “freedom-fighters” and to disrupt the continuities of trust that bind organization and activism. Whether that means turning people against one another in violence and competition over scarce resources, or conversely, leaving people with too much, atomized in comfort and full of fear towards others, it keeps the fight as one among individuals, preventing the formation of collective political identifications and analyses of power.
In the post-Civil Rights era, criminalization has become the container of legitimacy into which so many previous forms of racial control are concealed. This can be seen in the 740% growth of the prison system since 1970 with a 75% majority of people of color, as the prison has all but replaced welfare state institutions in “managing” the devastation of Neo-Liberal economics upon working-class and poor communities. And in this time, just as this constellation of pasts converged in your individual disenfranchisement from the 2000 election, there are additional ways that imprisonment impacts democracy.
For instance, odds are that you would have come from a community in which many people go to prison,7 one plagued by a constant uprooting and relocation of bodies and minds. This disrupts the continuity of family life, economic cooperation, local political discourse, knowledge and identity, while undermining the trust among neighbors that would otherwise make a community potentially powerful. Furthermore, you become one vote removed from your district and one more body to be counted in the prison town during redistricting and gerrymandering battles (note that the communities where prisoners come from are typically counted as Democratic, whereas the communities where prisons exist are typically counted as Republican8). More fundamental than elections however, the power to realize democracy depends upon the internal organization and strength of a community to force a redistribution of power. Mass imprisonment undermines this absolutely, and prisons help make such subversion possible.
But returning to the trick I offered — positioning you, the reader as the protagonist of a history — I suspect you may be tiring of this by now. It may seem to distract from the real meat of the essay or seem a manipulation, playing upon your emotions rather than your reason. It may have meant different things to different people though, specifically with regard to whether the reader her or himself has actually been to prison. This complicates the exercise, and in a sense, makes it less of an exercise. Instead, it asks the reader to reconsider the text according to whom its addressee is presumed to be, pointing not to a hypothetical subject but a real person who will indeed read this, who has in reality spent part of their life in one or more prisons.
We might realize that all along, our universal reader (which a text must always presume) had been someone insulated from the risks, dangers and violences of prison, to whom the prisoner is but a literary figure, a philosophical problem or a legal category, thereby placing the actual or former prisoner outside the address of the text, like an eavesdropper to a conversation that is about them but without them as a participant. Asking the reader who has been to prison to be the primary interpreter of these propositions changes the stakes of the text, asking those who have not been to imagine (to the extent possible) coming to these questions from a position of dissonance, rupture and urgency.
Then we are better positioned to realize that each of us is in turn produced by and implicated in these same histories. Then we might ask whether this disposition toward exclusion has in fact been a coincidence of history, or whether it is what composes our politics to begin with: the founding operation of a politics based upon exclusion, whose continuation and identity always requires the maintenance and securing of its thresholds. This is where the prison sits; it remains as it always has been, a key technology for the management of exclusion and insurrection; the brick and mortar analog of the army, police and law; the opposite of democracy.